Inserte aqui su publicidad

El Bastardo

abril 17, 2007 – 5:30 AM

Me llaman Zet-Amir, mas soy Zet-Ketahi, Rey de los Ketay, y hace más de cinco inviernos que dirijo a mis tropas en la lucha contra el pueblo Axur. Las guerras cortas son bellas, como cometas que cruzan el alto celeste. Las guerras largas se asemejan a la enfermedad: carcomen el ánimo y vacían las fuerzas. No tengo mas que mirar a mis hombres para entender que esta contienda se ha hecho demasiado larga.

Ningún conflicto pasado alienta a esta disputa; somos hijos de la guerra, luego la practicamos por simple imperativo existencial. Así pues, ni nos impulsa ni nos ampara la crueldad o la venganza: jamás torturamos a nuestros prisioneros, ni saqueamos los pueblos conquistados, ni violamos a sus mujeres ni matamos a sus niños… Pero a estos últimos nos los llevamos. Tenemos dos importantes motivos para hacerlo; el primero es evitar que sean educados en el odio y la venganza hacia nosotros; el segundo, asegurarnos el crecimiento de nuestra estirpe, bastante esquilmada tras cada guerra. Ellos tienen nuestro único y fundamental botín: una vida entera.

Y fueron unos grandes ojos de niño los que me hicieron pensar. Yo paseaba por el campamento, asignando tareas con el fin de preparar la gran batalla, cuando lo divisé, de pie, perdido entre el trasiego de todos menos él, contemplándome, fascinado ante la riqueza de mi atuendo, la seguridad de mi voz, la frialdad de mi mirada, la presteza con que eran satisfechas cada una de mis ordenes… Y me intuí en su imaginación, espoleando a mi caballo con la fuerza que da la ira, espada en alto, rompiendo con mi sola voz el ánimo de los defensores mas temerarios, ganando contiendas que gané mas otras que quise haber ganado, combatiendo contra enemigos que combatí mas otros con los que jamás llegué a compartir ni el tiempo ni el espacio, demostrando a los incrédulos la veracidad de la leyenda que nos antecede en la llegada y rescribimos en la salida, arrastrando tras mi estela la gloria de nuestras ciento setenta y tres generaciones, nuestros doce dioses y nuestras cuatro virtudes cardinales. Entonces comparé su imagen de mi con la realidad, busqué las diferencias y acerté a oler la carne podrida corrompiéndose bajo la piel del poder: las deserciones, las confabulaciones, las muertes, las patrañas y estúpidas ideas de los sacerdotes, las disputas entre mis vástagos… Realmente, no existe trabajo más sucio bajo la bóveda de las estrellas que el de dirigir a un grupo de seres humanos, siempre dispuestos a abatirse sobre el error ajeno, eternamente egoístas. Estos diez otoños de reinado han hecho estragos en mi ilusión y en mi voluntad. Quizá sea que la vejez empieza a seguir mi rastro. O quizá sea que en esta patética tierra árida, ingrata donde las haya pisado, donde ni los espíritus sobreviven sin esfuerzo y pena de su alma. Este maldito desierto nos está convirtiendo en uno más de sus espejismos.

Los sacerdotes quieren que esta noche salga a luchar junto a los guerreros. Aseguran que eso me hará recuperar el hambre de victoria y que así terminaremos por fin esta larga guerra. Pero yo sé que esperan y desean mi muerte en la batalla, bajo la intención de sustituirme por otro con sangre nueva y determinación intacta. Pretenden controlarlo todo.

Los sacerdotes constituyen una casta privilegiada. Atesoran para sí la memoria colectiva, el contacto con los dioses y el diálogo con nuestros muertos, el conocimiento para la interpretación de los signos astrales, las recetas medicinales… Saben bien que la cara es el espejo del alma y los ojos lo son del pensamiento, por lo que ocultan su rostro bajo una negra capucha. Son inescrutables. Vagan por el campamento con el paso mísero y la cabeza gacha, vigilándonos a todos desde su anonimato. Nos adivinan la intención, los afectos, las debilidades; nos miden las ganas de vivir, la capacidad de sacrificio, la disponibilidad para morir; identifican a los futuros desertores, a los próximos mutilados, a los héroes venideros… Y todo ello lo hablan y comparten en sibilinas reuniones, tras las cuales realizan ritos enigmáticos, oscuras invocaciones y conjuros inesquivables con el fin de torcer nuestros destinos, no sé si a mejor o a peor. Yo soy el poder visible y ellos son el poder invisible; la penumbra del poder o el poder en la penumbra.

A lo largo de muchos insomnios he imaginado la vida fuera del poder y alejada de los hombres; un hogar en un solitario bosque, rico en animales de caza y plantas de medicina, donde los árboles filtren y hagan más callados tanto a la luz como al viento, donde el tiempo vague errático e indeciso, confundiendo los pasos para hoy con los de ayer, tropezando y perdiendo su camino… Me llevaría conmigo a una virgen que trabaja de salazonera, para hacer con ella lo que el silencio hace con los secretos.

Tiene la mirada limpia como el vacío y una sonrisa cuyo despertar parece trastocar el color de las cosas, mas sus gestos son abiertos como heridas mortales y sus expresiones se suceden fugaces tal cual lo hace el tiempo en la alegría. Tiene el pelo del color del trigo maduro, los rasgos dulces aunque siempre cubiertos por la mugre, y el cuerpo esbelto pero no frágil, pues está acostumbrada al trabajo. Reconozco que me ha hecho perder el sueño y, peor aun, que jamás he tenido el valor de dirigirme a ella. Tan solo me he atrevido a enfrentar mis ojos a los suyos, y entonces las vanidades de mi poder han sido destrozadas por la inocente insolencia de la sonrisa con la que me ha saludado.

Aunque no estoy acostumbrado a los quebrantos del amor, si lo estoy a sus placeres. Dispongo para mi goce de siete sacerdotisas, mujeres de lengua hábil como manos, manos lascivas como venganzas y movimientos provocadores como traiciones. En muchas ocasiones me han arrancado quejidos de placer, pero al terminarse el juego y el fuego se me han vuelto los ojos melancólicos y el alma liviana, tan liviana que ha escapado y al buscarme tan solo he encontrado las miserias de mi soledad, esparcidas como cenizas por las oscuras sendas de mi agriado carácter. Mas he pensado que ellas podrían ayudarme a ganarme a la virgen, pues saben de afrodisíacos que encharcan de fluidos y de deseo el vientre de las mujeres, saben de frases enloquecedoras que les han provocado orgasmos en sus sueños más eróticos, saben de aromas que evaden el pensamiento y arrastran hacia la desnuda lujuria. Ellas la traerían hasta mi tienda, la bañarían, la perfumarían, le adornarían el cabello, le afeitarían el vello púbico, la emborracharían de afrodisíacos y la depositarían en un catre compuesto por pieles, plumas y pétalos, dispuesta para mi uso y conquista.

Otras veces he pensado hacer valer los ascendentes de mi poder; agarrarla del brazo y llevármela, con o sin su agrado, hasta el oasis. Una vez allí, satisfacer mis ardores, sin cortejos de pretendiente ni declaraciones de enamorado, sin miramientos de esposo ni detalles de amante; y le mordería en los labios aunque le brotara la sangre, le chuparía los dedos aunque le supieran a sal, le lamería bajo el vientre aunque le apestara a orines; la poseería de pie, con el ímpetu del deseo acumulado, con la rabia del rey esclavizado […].

Uno de los sacerdotes vio en mí los males del amor y descubrió la identidad de la culpable. “Eres el Rey de la Guerra”, me dijo estando a solas en mi tienda. “Le sacaremos los ojos a esa virgen para así arrancar de tu alma la debilidad de los enamorados”. “La razón te acompaña”, contesté. “No hay dios al que agradara ver a un rey enfermado por reclamos de apareamiento. Ve a cumplir tu consejo”. Cuando volvió la espalda para salir desenfundé mi espada y la hice silbar a través del aire hasta cortarle la cabeza de un tajo. Ni tan siquiera entonces se le separó la maldita capucha.

Me llaman Zet-Amir, mas soy Zet-Ketahi, Rey de los Ketay, y esta noche de luna llena abandonaré la seguridad de mi cabaña para luchar junto a mis hombres en la gran batalla contra el pueblo Axur. Muchos de los míos morirán, siendo posible que me aguarde esa misma suerte. No importa, nadie ha nacido para inventar su destino, sino únicamente para interpretar el que le ha sido asignado. Así pues, seré sucedido en el trono y mi estirpe continuará su camino. Cruzaremos la historia de la humanidad hasta su lejano final. Correremos junto al imparable tiempo luchando, matando y venciendo. Soy el Rey de los Ketay; soy El Gran Hijo de la Guerra y el peor bastardo del amor. Así es.

~~~w0w~~~

PD1: De la obra Cuentos, misivas irreverentes y malas hierbas, inscrita en el Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de Andalucía.
PD2: Este es el primer cuento que escribi cuando me dio por escribir cuentos cortos. Estaba empapado por el sentido de la epica de Borges.


Inserte aqui su publicidad
  1. 2 Responses to “El Bastardo”

  2. Bueno, me recordaste a la casta de los metabarones. (Mejor cómic jamás escrito).

    Intenta algo futurista, mejor aún, post-apocaliptíco y vas a empezar a vender en tapa dura.

    By obliterator rex on Nov 29, 2008 at 8:42 AM

  3. que bien, me gusta la onda epica. al primero se le ponen mas ganas

    By anita on Jul 22, 2009 at 4:24 AM

Post a Comment