Mientras llovía
mayo 10, 2007 – 5:32 AMPor los llanos, las llamas y los paramos.
Las montañas son viejas y parecen cansadas. Los almendros y las vides se repiten hasta donde los cortijos sólo son puntos blancos sin puertas ni ventanas. Los caminos danzan y se retuercen entre barrancos y laderas. El cielo cada vez está más gris; la sombra resta presencia a las cosas, la humedad les trastoca el olor y la pena las vuelve silenciosas. La tierra gime y se encoge, y las plantas sedientas abren la boca. En el pueblo ya están encendidos los braseros, pero aun no ha empezado a llover.
“Dios es ateo, pues si Él creyera en si mismo no haría las cosas tan mal”, murmuró Juan. Observaba a todos los presentes, escrutando sus caras, intentando adivinar el motivo de su presencia, si era por pena, por dolor, por compromiso o por pura rabia como le ocurría a él. Mascaba la agria saliva que por momentos le llenaba la boca y después la escupía. Se clavaba las uñas en las manos y buscaba a alguien a quien culpar de algo de lo sucedido para odiarlo y así descargar su rabia. Comenzó a caer una débil llovizna. Juan miraba la lluvia, miraba las miles de briznas de agua. Giró la cabeza hacia su izquierda y le dijo al que allí había:
– Son almas que caen del cielo para ir a pudrirse al infierno.
– ¿Qué?-, preguntó aquel extrañado.
– Las gotas de lluvia, ¿no las ve usted caer? Son almas que ya no quieren estar en el cielo.
Juan miró al cielo y blasfemó algo entre dientes.
Pedro se estremeció al sentir el contacto con la lluvia. “El agua que da la vida es la misma que pudre a los muertos”, se le vino a la cabeza. Había recordado la ilusión que produjo en José el nacimiento de la niña. Un ímpetu casi adolescente se apoderó de él, y se le podía ver por todo el pueblo haciendo trabajos que nunca había hecho, arrastrando sus añejas carnes en busca de unas monedas, sacando dinero del peso de las piedras que le voy a poner por aquí, señora Carmen, para señalar las lindes de su parcela a cambio de los reales que usted quiera darme, sacando dinero del fulgor bajo el sol de las fachadas de su casa que le voy a blanquear, Don Camilo, a cambio de lo que su voluntad tenga por bien ofrecerme, sacando dinero de lo que usted mande hacer, señor administrador, que para cualquier cosa estoy yo a su enterita disposición, sacando dinero para que mi niña no tenga que perderse por los desfiladeros de la necesidad, que otros hijos ya tuve andando por esos lares y se me convirtieron en extraños después de haberlos alimentado con la sopa del sudor de mi frente, vas a ser la reina de este pueblo, hija, me va en ello la decencia que me han quitado tus hermanos. Había reformado su escuálida casita, había comprado algunos animales de granja, había plantado un jardincito con plantas de vistosas flores. El viejo José, otrora acabado y arrumbado por la omnipresencia del fracaso, vivía una pobrecita prosperidad sustentada en la fuerza de la ilusión… Y ahora otra vez aplastado por la desgracia. “Me haces daño con la pena que me inspiras, José, me estás haciendo mas daño que si fueras el peor de mis enemigos”, le dijo Pedro desde la distancia de su alma.
“La muerte no tiene escrúpulos, pero menos los tiene la vida”, pensó Don Antonio, el médico, a la par que abría su paraguas. El ejercicio de la profesión le había enseñado a no sentirse culpable por las batallas perdidas ante las argucias de la muerte, pero le estaba pesando el haber cometido la torpeza de decirle a José que la niña podía salvarse, pero que el tratamiento era muy costoso y sólo se realizaba en un hospital privado de la capital. Le había dicho eso a un hombre que estaba plantado delante suya con unas ropas muchas veces remendadas y con el sello de la pobreza en forma de piel ennegrecida por el sol, un hombre que estaba esperando de sus manos el milagro de la salud, esperando escuchar que con este jarabe y estos inyectables está todo arreglado, ya verá lo pronto que María vuelve a corretear por la casa. Y José se le quedó mirando como si hubiera escuchado que para salvar a la niña había que ir a la Luna y traérsela atada con una cuerda hasta la Tierra. Le estaba pesando aquella mirada inocente de un hombre inconsciente de estar llevando encima, día tras día, la pesada losa de la pobreza. “Esperaste de la vida más cosas de las que esta podía ofrecerte”, ensayó Don Antonio, pero, una vez más, no sintió ningún alivio.
Una niña rompe a llorar. José alza instantáneamente la cabeza y tiene el gesto de querer dirigirse hacia el ataúd. “Es la sobrina de Carmen”, le dice Paco mientras lo sujeta por el hombro. “Es la sobrina de Carmen”, le repite. José vuelve a bajar la cabeza y Paco mira hacia el grupo de asistentes suplicando con los ojos que callen a la cría […]
Aun está lloviendo, y mientras José se va quedando dormido lentamente sobre su mujer, murmura con el pensamiento: “Princesa, tú no estás muerta. Tu solo te has ido. El que está muerto soy yo, muerto y podrido por dentro”. Y después tuvo un sueño:
«Te fui a buscar, Princesa. Te fui a buscar porque te he visto todos los días desde el primero en que pisaste estas tierras de hambre, desde aquella noche en que te pusieron delante mía y parecías más un cochinillo asustado que una criatura recién nacida, y olías tanto a vida que por primera vez en mucho tiempo dejé de sentir tras de mí la respiración pausada y caliente de la fatalidad, y al verte me parecía que la sangre que corría por mis venas era tan limpia como la tuya, tan clara como tu piel, tan […]
Pero hoy no pude verte, porque te metieron dentro de ese cajón de madera que no tenía ni tan siquiera una capa de barniz y entonces no te pude ver en todo el día. Es por eso que salí a buscarte, porque quería sentir el alivio de tu presencia, como todos los días antes de este.
Y te busqué, Princesa, te estuve buscando bajo el aliento de las piedras, por entre los resquicios de las miradas, en mitad del fragor y las brasas de los atardeceres, […], pero no estabas allí; y traspasé las estatuas del espanto, caminé sobre los océanos del fracaso, crucé los ríos de la bilis y los barrancos de la sal, y te busqué por las fosas abisales entre peces que parecían luciérnagas, y arañé el fondo del mar hasta meterme en unas corrientes lentas y rojizas que movían los continentes y tenían un sudor como de islas volcánicas, tampoco allí estabas; te busqué en las esquinas del Universo, y detrás de las estrellas, detrás de la luz de las estrellas, detrás del resplandor lejano de la luz de las estrellas, detrás de los pasos mudos de las almas errantes, detrás de los pensamientos que se escondieron en la oscuridad (en la infinita oscuridad), y te busqué en los mundos que nunca existieron: rebusqué en el trastero donde están arrumbados los mundos que pudieron existir pero nunca existieron; tampoco allí estabas, Princesa.
Y fue cuando bordeaba las murallas que guardan el infierno (una muralla hecha como de lamentos todos juntos y entrelazados, como de lamentos de gente que no puede respirar y se ahoga) que vi a un hombre que caminaba alejándose de mí. Corrí hacia él, y al llegar a su espalda le paré por el hombro:
– ¿Dónde están las puertas que entran en el mundo de los muertos?-, pregunté.
– ¿Para que quieres meterte ahí?-, respondió sin volverse.
– Necesito ver a una persona -, dije yo con súplica
Entonces aquel hombre se giró hacia mí, se giró mostrándome su cara sin ojos, las vacías cuencas de sus ojos, su expresión baldía, y me dijo mirándome sin verme pero viéndome sin mirarme:
– La verás cuando los gusanos negros te coman los ojos.
– ¿Dónde están esos gusanos?
– Aquí -, respondió, señalándome con el índice el sitio donde se siente el latir del corazón.
Entonces me di cuenta de que no me sentía palpitar el corazón, y me desperté asustado. ¿Dónde estás, Princesa?»
Y los pájaros negros cruzan el cielo ahora limpio y húmedo. La tierra cruje y se raja ante el empuje de los tallos nuevos, que asoman arrastrados por la luz. Las hojas de los árboles tiritan y se sacuden las gotas que no han deslizado hacia el suelo. Un arroyo baja merodeando por el fondo del barranco, poblándolo de cristalinos sonidos y destellos. El sol aun está débil, como si en vez de haber llovido sobre los campos hubiera llovido sobre él. Parece que el mundo acabara de nacer, parece que moviera las manos y llorara como un bebé recién parido. “Cuando la vida tiene un precio no es vida, sino préstamo”, ensayó Don Antonio, el médico. “Cuando la muerte tuvo un precio no fue muerte, sino asesinato”, probó otra vez. “El océano me llama, y yo cierro los ojos para no escucharlo”, acertó Don Antonio, y logró conciliar un sueño ligero que se escurrió, como agua, cuando la noche atrapó a las últimas luces que vagaban.
PD: De la obra Cuentos, misivas irreverentes y malas hierbas, inscrita en el Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de Andalucia.
4 Responses to “Mientras llovía”
… Por qué no escribes más así??? Me gusta, es diferente y obscuro….
By The pink panther on Jun 22, 2008 at 6:49 AM
La dosis exacta de prosa poética, si cabe la definicion.- Y con el concepto social del precio de la
vida, medida por la medicina.- Bien, ñato, ¡que vuelo!
By amilkar on Ago 28, 2008 at 2:58 AM
oye, eso esta muy bien sigue, sigue, cuesta arriba , cuesta abajo lo importante es seguir, seguir haciendo, que lo surcos del campo no estaban, se hacen escribiendo. me gusto . saludos
By marino68 on Oct 4, 2008 at 7:29 AM
Y ¿dónde está ahora el inner que escribía estas cosas? es realmente bueno tio… realmente bueno^^
By karmaikel on Nov 24, 2010 at 10:58 PM